-¿Qué? ¿Cómo
se encuentra? ¿Este muchacho
es su hijo? dijo extendiendo una
mano que ella estrechó mecánicamente. ¡Qué tal!
Nunca dos personas
se asemejaron tanto siendo tan diferentes,
pensó mientras intercambiaba
miradas con la madre y el hijo.
-¡Bien! ¡Gracias!
-¿No me recuerda?
-¡Pues no!
respondió la mujer.
-Coincidimos en un
viaje.
-¿En un viaje
en tren? preguntó ella mientras
su mente le encontraba ubicación. ¿¡En
aquel viaje!? exclamó.
-Sí, en aquel
viaje.¿Qué tal se encuentra?
preguntó de nuevo.
Ella dudó antes
de contestar. Miró a su hijo
y luego al hombre, en un rápido
gesto que fue suficiente para que él
comprendiera que la presencia del
chico le impedía ser más
explícita.
-¿Se refiere
a cuando me confundí de tren?
Su hijo, pendiente
de cada una de sus palabras, se levantó del
asiento interponiéndose entre
ambos con el propósito de
escuchar mejor.
Era un muchacho desgarbado
en el que se hacía notar los
estragos de la pubertad en el sentido
longitudinal, largas piernas, largos
brazos y largo cuello; bonitos ojos,
bonito pelo y una huidiza sonrisa
que dosificaba con usura. Era hermoso,
inteligente y buena persona a rabiar,
aunque él no lo sabía.
-¡Mamá,
vámonos ya! exigió eludiendo
mirar al hombre a quien había
dado ostensiblemente la espalda.
Ella, quien en ningún
momento hizo intención de
presentar a su hijo, revolvió en
el bolso, encontró el monedero
y le entregó unos euros.
-¡Ten un poco
de paciencia! Ya no tardarán
en venir a recogernos. ¡Toma!
-¡Gracias!
dijo, y a lentas y largas zancadas
se dirigió hacia el quiosco
de periódicos.
-¡No tardes!
le advirtió mientras se alejaba.
A continuación
centró la atención
en el hombre y durante unos segundos
dejó de parpadear e incluso
de respirar mirándole muy
seria, muy seria. Sí, era
el desconocido a quien había
entregado su intimidad, aunque no
era la cara que aparecía en
sus pesadillas.
-¿Soy o no
soy? dijo él adivinando sus
dudas.
-¡¿Cómo
está usted?! Perdóneme,
soy muy despistada. Le recordaba
diferente, más delgado, más
pálido y mayor. ¡Ha
rejuvenecido! Claro que por aquel
entonces estaba yo un poco desorientada.
Todavía no sé por qué subí a
aquel tren. El caso es que allí estaba
usted con un traje negro, como el
que lleva ahora, ¿es el mismo?;
tan alto, delgado y pálido
como la misma muerte. ¡Impresionaba! ¡je,
je! Río divertida de las barbaridades
que le estaba diciendo al pobre hombre.
La palabra muerte
no se usa demasiado, es dura, fuerte,
oscura y dañina; pesa tanto
que obra el silencio. Ella pronunció la
palabra innombrable con total naturalidad.
La macabra imagen del hombre hurgando
en su vida durante aquel estúpido
viaje, preguntando y preguntando,
sacando datos de su mente amnésica
le desagradaba muchísimo;
aunque debería estarle agradecida
porque le ayudó a volver a
la realidad a pesar del dolor. Él
no era responsable de su situación,
sin embargo, estaba allí trayendo
al presente un terrible momento del
que todavía sufría
las consecuencias.
El hombre asintió sonriendo.
-Sí, estaba
usted completamente perdida. Veo
que ya se ha encontrado, ya se encuentra
bien, ¿verdad? Calló esperando
a que ella hablara como lo hizo entonces,
volcánica y reactiva.
En aquel viaje se
juntaron el hambre con las ganas
de comer. Nunca mejor dicho, a ella
el impacto que le produjo saber que
le habían despedido de su
trabajó la dejó amnésica
y se subió a un tren que no
la conducía a ninguna parte. Él
llevaba días a pan y queso,
por decirlo de alguna manera. En
realidad, se encontraba inmerso en
la ruina económica desde hacía
años. De sus miserias no habló con
la mujer. Qué podría
haber dicho, que corría a
recoger el enésimo premio
literario de segunda fila para sobrevivir
hasta el próximo. Que vivía
de las migajas que le proporcionaban
los alumnos que tuvo años
atrás, cuando las universidades
se disputaban al brillante escritor
revelación. Si se lo hubiera
contado no le habría abierto
su alma, y ni ella se habría
recuperado de la conmoción
en la que se encontraba, ni él
hubiera tenido la oportunidad de
conocer al personaje de la obra que
le premiaban hoy.
El fracaso, la mal
suerte, el infortunio, la ruina económica
son enfermedades sociales que conducen
al aislamiento; a pesar de que no
son virus contagiosos cursan en quien
los padece como si lo fueran. De
la ruina económica, por ejemplo,
es muy difícil recuperarse
si antes no desaparece la mala suerte
y el fracaso, que son patologías
parecidas pero no iguales, cada una
tiene origen y síntomas específicos. Él
nunca se había sentido un
fracasado, se decía a sí mismo
que simplemente estaba sufriendo
una mala racha y cambiaría
su suerte en cuanto tuviera la fortuna
de dar con una buena historia. Ella
era su historia y se alegró de
encontrarla para poder compararla
con su personaje.
Sigue en Pdf
23 de marzo de 2008