1-Dolor
Gonzalo aprobó el
curso escolar con una media tan mediocre que el proyecto
educativo diseñado al milímetro por
su padre se tambaleó peligrosamente. En un
entorno familiar acostumbrado a las buenas notas
los humildes aprobados se tomaron como una ofensa.
Cada uno de ellos encajó el disgusto a su
manera. Gonzalo se limitó a reivindicar su
correcto proceder y a rechazar las calificaciones
recibidas de forma poco convincente. No le creyeron.
Tampoco indagaron las verdaderas razones del inesperado
descalabro escolar, directamente lo dieron por merecido.
Sucedió, no obstante, que a partir de ese
momento la relación familiar se asomó al
precipicio.
Gonzalo miraba los libros
amontonados encima de la mesa tratando de reunir
la fuerza mental suficiente para levantarse de la
cama y comenzar la tarea impuesta. Tenía restringidas
las salidas a la calle pero, cuando comprobó que
era más fácil evitar la vigilancia
de su madre que ponerse a estudiar y que el dolor
de estómago desaparecía en cuanto salía
por la puerta de la casa, no hubo forma de retenerlo.
El estruendo que producía al bajar la escalera
de cinco en cinco escalones delataba su huida. Al
regresar se encerraba en su habitación y Teresa,
incapaz de enfrentarse a su hijo, reprimía
la retahíla de reproches que escuchaba el
padre por la noche.
No tenía muy
claro cuándo había comenzado aquel
insoportable dolor de estómago que, instalado
debajo del esternón, lanzaba un zarpazo a
la menor contrariedad o sin motivo aparente. Calló su
miserable estado ante sus padres pensando que pasaría
pronto. Era la primera vez que le sucedía.
No pasó.
Al omnipresente dolor
de estómago se unió un fuerte y destructivo
sentimiento de culpa y autocompasión. Deseaba
intensamente salir de aquella endiablada situación
en la que se había metido sin saber cómo,
incluso hacía planes para cumplir con el castigo
a pesar de considerarlo injusto; y, sobre todas las
demás cosas, quería dormir; quería
meterse en la cama cerrar los ojos y dormir a pierna
suelta como antes de aquel embrollo.
Es cierto que los cambios
fisiológico no se producen a fecha fija y
en el caso de Gonzalo la mudanza, tanto física
como mental, se había iniciado meses atrás;
aunque el veintitrés de julio fuera el día
de su cumpleaños. La noche anterior de cumplir
catorce años la pasó vomitando bilis.
De camino al cuarto de baño escuchó a
su padre hablar y a su madre reír y no quiso
molestarlos, pero se sintió un poco más
solo. A media mañana del día siguiente
Teresa entró en el cuarto de su hijo; hacía
tiempo que Gonzalo estaba despierto y del cólico
nocturno no quedaba más que una tenue sombra
bajo los ojos, cierta palidez en el rostro y un completo
desmadejamiento muscular.
- “¡Felicidades!” -
Su madre levantó una pesada bolsa con las
dos manos.- “Todo esto es ropa. ¿Te encuentras
bien?” preguntó en cuanto le miró a
la cara.
-”Sí”, respondió Gonzalo.
Dio media vuelta y se
situó en el lado contrario del colchón
intentando escapar de las caricias de su madre sin
conseguir librarse de sus besos.
-” ¡Catorce años,
cariño mío!”.
Teresa se lanzó sobre
su hijo y le agarró fuerte remetiendo la sábana
a ambos lados de su cuerpo y formando un fardo del
que le era imposible zafarse.
- “Mi bebé grandón...”.
Inmovilizado, aguantó como
pudo el ataque a besos de su madre. Durante unos
minutos se dejó hacer, mitad resignado, mitad
complacido, ya que era muy cosquilloso.
- “¡.........! ¡Vale
ya!” protestó.
Le delató el
aliento.
-” ¡Hijo! ¿Tienes
fiebre? ¿Qué te pasa?”
-”No me pasa nada”.
Teresa puso la palma
de la mano en la frente de su hijo. Estaba fresca.
-”Sí te pasa.
Tu aliento huele a fiebre”, explicó mientras
salía de la habitación.
- “Pues mira que el
tuyo “, dijo él.
En esta ocasión
Teresa no entendió la falta de respeto cometida
por su hijo.
- “¿Qué?
De churros nada, hoy te desayunarás una manzanilla.
Sólo infusión”, dijo caminando hacía
la cocina.
Teresa trataba a su
hijo con la dulzura de siempre, sin dar demasiada
importancia a su desastroso comportamiento; en el
convencimiento de que era cosa de la edad, de las
hormonas que comenzaban a aflorar, o quizás
consecuencia del desastre escolar. El hecho cierto
era que Gonzalo había cambiado de carácter,
el niño tranquilo, comunicativo y razonable,
se había convertido en un ser distante, desabrido
y susceptible; hasta tal punto que la comunicación
era imposible más allá de cuatro palabras.
Teresa ya se había
acostumbrado a los desplantes y solventaba la situación
no dándose por aludida, tan sólo anotaba
en la lista de faltas las salidas sin permiso. Craso
error. Seguro que Gonzalo hubiera preferido unos
gritos antes que escuchar a su madre ir con el cuento
a su padre por la noche. En aquellos momentos de
traición se sentía huérfano
y desolado ante las inesperadas consecuencias de
un cúmulo de errores de los que nadie más
que él era responsable. Reaparecía
el insoportable dolor de estómago y el insomnio
le acompañaba buena parte de la noche.
Gonzalo se vistió con
lo primero que encontró en el armario y salió de
la casa sin pasar por la cocina a desayunar. En unas
semanas había crecido más de un palmo.
Con catorce años media metro setenta y muchos
centímetros, altura que acentuaba un peso
muy por debajo de lo aconsejable. A primera vista
era un muchacho alto y delgado, de largas piernas
y grandes pies; además de bastante peludo.
Desde que terminó el colegio no se había
cortado el pelo castaño, casi rubio en la
raíz, brillante y lacio que ya le cubría
por completo las orejas. En piernas y brazos un suave
bello rubio indicaba el cambio hormonal en el que
estaba inmerso. Cabeceaba con la intención
de esconder la cara detrás de la media melena.
Hacía bien, ya que el rápido desarrollo óseo
y la delgadez, junto al típico gesto de dolor
de estómago: labios apretados, ojos entornados,
entrecejo fruncido y un color de piel blanco descolorido,
acentuaba las aristas de unas facciones muy marcadas,
casi demacradas, que le daban un aspecto feroz. Gonzalo
era la perfecta mezcla genética de sus progenitores.
La madre había iniciado la segunda mitad de
la treintena con una bonita figura y espíritu
alegre. Sonreía con frecuencia, característica
que le hacía parecer más joven y bella.
Cuidaba la alimentación, la piel y el hermoso
pelo castaño que Gonzalo había heredado.
El padre de la misma edad, le sacaba una cabeza,
poseía un sólido esqueleto y un físico
en el límite del sobrepeso que le tenía
preocupado, casi tanto como una calvicie más
que incipiente; favorecedora en su caso, ya que de
haber conservado todo el pelo hubiera pecado de cabeza
gorda. Los tres formaban una familia normal y bastante
feliz hasta que a Gonzalo se le atragantaron las
notas.
- “¡A por cinco!” se
dijo.
Gonzalo odiada el ascensor,
aunque lo utilizaba algunas veces para subir; vivir
en un piso alto imponía tal sacrificio. Nunca
lo utilizaba para bajar. Adoraba correr y saltar
por las escaleras. Impulso que antes reprimía
y que ahora dejaba a rienda suelta.
Lo hizo. Saltó los
cinco escalones del primer tramo y cayó mal.
Escuchó un chasquido, aunque fueron dos; el
ruido lo produjo el choque de los glúteos
contra el suelo antes de resbalar y quedar tendido
en el rellano de la escalera.
Un estruendo y un grito
-” ¡Ayyyyyy!” ”¡...! ¡.....! ¿Por
qué no me dejará en paz? ¡........! ¡A
qué huelo ,……..! ¡.....! ¡Olvídame! ¡Déjame
en paz! Ella si que huele a......” Gritaba impotente,
dolorido, asustado y con los tobillos fracturados.
Teresa escuchó el
golpe, el grito de dolor y los horribles insultos
que salían como sapos venenosos de la boca
de su hijo injuriándola sin misericordia.
Cuando se asomó a la barandilla y lo vio tendido
en el rellano llorando de dolor no cayó por
el hueco de la escalera porque Sarila, la empleada
del hogar del vecino, lo impidió.
-"¡Señora!”
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