- ¡Eh! ¡Eh! ¿Por qué llora,
mujer
El señor que tenía sentado enfrente me sacó del ensimismamiento, fue entonces cuando descubrí que estaba sentada en el vagón de un tren camino de alguna parte. Le miré perpleja, sin interés, más intrigada por el hecho de hallarme allí, dentro de un tren en marcha, que por lo que él pudiera decir.
-¿Qué?
- ¿Qué le pasa?
Era cierto, estaba llorando; sentí los ojos encharcados; las manos se empaparon de agua cuando las pasé al unísono por las mejillas. Estaba llorando y la tensión muscular que embargaba mi cuerpo me hizo suspirar profundamente.
-No lo sé, contesté incómoda.
Le miré sin ver a causa de las lágrimas. Fue entonces cuando descubrí que mi mente era un inmenso papel en blanco. Él interpretó mi extraviada mirada correctamente. Tomó el libro que había dejado en el asiento y continuó con la lectura interrumpida. Ahora, con la perspectiva que proporciona observar acontecimientos del pasado, pienso que aquel señor del que apenas recuerdo su cara pálida y largas y elegantes manos, estaba intrigado por conocer el motivo de tal crisis de llanto y se dispuso a esperar acontecimientos. No le defraudé. Pasados unos minutos, de nuevo las lágrimas resbalaron por mis mejillas sin que yo pudiera hacer gran cosa para impedirlo; aunque esta vez sí conocía el motivo. Los recuerdos se agolpaban en mi mente convirtiéndose en incontenibles torrentes de imágenes.
-Cuénteme lo que le sucede o cualquier cosa que se le ocurra, hágalo por su bien; hablando no se llora. ¿Dónde va?
Era cierto, si hablaba no lloraba; pero, cómo iba a contar mi vida a un desconocido. La vergüenza, la timidez y sobre todo el hecho de no saber por dónde empezar me lo impedía.
-¿Hacia dónde dice que se dirige este tren? pregunté confusa. Creo que no debería estar aquí, añadí.
-¿Se ha equivocado usted de tren?
- Yo, yo, yo … , tartamudeé como siempre que mi mente no encuentra una respuesta adecuada. Qué sé yo hacia donde voy, ni por qué estoy metida en un tren, cuando debería estar tomando café con alguien, pensé. Estoy segura de que hoy tenía una entrevista en el Ministerio de Agricultura, dije.
- El Ministerio de Agricultura está enfrente de la Estación de Atocha. Algo debió suceder para que decidiera tomar un tren en vez del desayuno.
- Ni idea.
- Lo que está claro es que le gusta viajar en tren.
- Es cierto. He viajado en tren por toda España, mi familia era muy viajera.
- ¿Una urgencia familiar?
- No, no es eso.
Conforme él hablaba yo recordada más y más acontecimientos del próximo pasado. Cerré los ojos y chorros de lágrimas brotaron incontenibles cual torrentes desbordados.
- ¡Tranquilícese, mujer! Se da cuenta, otra vez a llorar.
- Es cierto que sufrí una fuerte impresión.
- Muy fuerte debió ser.
- Sí lo ha sido.
Súbitamente los últimos veinticinco años surgieron de la espesa niebla de mi memoria con claridad meridiana. Y con los recuerdos recuperé mi vida.
- ¿Y?
- Que no puedo ni quiero olvidar que tengo un hijo de trece años que no deseo dejar atrás. Además, debo estar de vuelta a las nueve de la noche; a esa hora vuelve a casa; hoy le toca con mi ex.
- ¿Es su situación familiar lo que le hace llorar?
- ¡Qué va! Ése es un dolor antiguo y superado. Está todo aquí, dije señalándome la frente. ¡Qué mal rato he pasado! ¡Ha sido horrible! Me he quedado completamente en blanco.
- ¿Le ha sucedido otras veces?
- ¿El qué? ¿Subir a un tren sin saber a dónde va? Nunca, se lo puedo asegurar.
- Desde luego ha sufrido usted un ataque de amnesia y de llanto muy fuerte.
- Ya ha pasado. Ahora lo recuerdo todo perfectamente, dije, dando por zanjado el asunto y refugiándome en la contemplación del paisaje.
Él volvió a la lectura y yo presté atención a un paisaje que comenzaba a serme familiar, pero en cuanto dejé de hablar tuve que volver a secar con la palma de la mano una lágrima que escapó veloz mejilla abajo; y él no perdió la ocasión de hacérmelo notar.
- ¿Lo ve? Usted necesita hablar y hablar hasta vomitar la parte de su vida que se le ha indigestado. ¿Desea que su hijo la vea así, llorosa y derrotada por la adversidad?
- ¡Por supuesto que no! Contesté rabiosa, por no poder controlar mis sentimientos.
- Qué ejemplo le va a dar. Sabe usted la cantidad de problemas que él deberá afrontar cuando sea mayor, incluso es posible que peores que los suyos. Debe darle ejemplo de entereza, mujer.
- Le aseguro que delante de él no lloro. Ahora tampoco quiero llorar, pero las lágrimas salen solas! ¡No lo comprendo!
- Usted verá, pero los problemas no desaparecen por más que les de vueltas y vueltas, debe ser capaz de controlar sus emociones. Lo que necesita es cambiar de actitud, sonreír y hablar para olvidar. ¡No me mire con esa cara, mujer! Esta es su oportunidad: un tren que no sabe a dónde la lleva, más un compañero de viaje al que difícilmente volverá a ver en su vida. Le aseguro que si sigue mi consejo al finalizar el viaje estará usted curada.
Consiguió hacerme sonreír. En ningún momento aprecie en él curiosidad morbosa, sino más bien la sana intención de ayudarme. Aunque estaba claro que disfrutaba con aquella situación tan anómala, y que deseaba escuchar mi historia a toda costa. Fue tan encantador y yo estaba tan abatida que me dejé llevar.
- Me he quedado sin trabajo y se me están cerrando todas las puertas. No puedo dejar de pensar que es posible que no encuentre otro empleo, dije desanimada.
Los recuerdos de aquel día son muy frágiles, vienen y van; ya no sé discernir lo que le conté de lo que pensé y callé
De cualquier forma, no fue fácil volver a sentir la frustración, la impotencia ante la injusticia en propia carne; la autocompasión, en definitiva, ante un futuro incierto. Cincuentona, separada, con un hijo preadolescente, y teniendo que hacer frente a la vida con el ridículo subsidio por desempleo de un contrato laboral a tiempo parcial, eran motivos más que suficientes para que mi mente optara por la huída hacia delante; así que subí al primer tren que salía de la estación.
Repasando los acontecimientos en los que me vi inmersa aquella extraña jornada, todavía no he podido desentrañar qué misterioso impulso me llevó a la Estación de Tren de Atocha cuando mi propósito era, eso sí lo sé, presionar con mi presencia a una periodista del Gabinete de Prensa del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, a quien, además de pedir ayuda en mi desesperada situación, había solicitado unos datos para un reportaje que estaba escribiendo y esperaba vender a una publicación en donde tenía un contacto. Intuyo que algún resorte mental de mi lejana pero feliz infancia me hizo entrar en la estación.
-¿Quién es él?
-¿Quién?
-Supongo que su jefe tendrá un nombre.
-Juan José Badiola Díez, presidente del Consejo General de Colegios Veterinarios de España.
- ¿El de las vacas locas?
- Sí, el de las vacas locas y el de la gripe de los pollos.
- Ese señor no vive en Zaragoza.
- Está en todas partes. Es ubicuo.
Deseaba hablar y al mismo tiempo no quería hacerlo.
Fueron años muy difíciles y de gran desconcierto interior, ya que ese señor hizo que mi situación en la Organización Colegial Veterinaria fuera insostenible, pero mis responsabilidades familiares y la carencia de expectativas laborales contrarrestaban mis ansias de salir corriendo. He trabajado para los veterinarios españoles veinticinco años, los últimos cuatro fueron un verdadero infierno.
El día de la toma de posesión de Badiola como presidente del Consejo General de Colegios Veterinarios de España tuve el presentimiento de que mis días en la institución veterinaria estaban contados. Cómo explicar los pequeños detalles que sólo compartí con el abogadito; en mala hora. El profesor Badiola llegó al acto más de una hora tarde, y no fue por accidente, su fama de informal le precedía. Sin embargo, bajó la escalera por la que se accedía al salón de conferencias con la parsimonia de una vieja vedette; dominando la situación. Mientras se abría paso entre las personalidades y presidentes de colegios veterinarios de provincias, cruzamos miradas, ambos sonreíamos. “Teatro, puro teatro. Eres más frío que un pez”, pensé. Estoy segura de que leyó mi pensamiento, porque sus ojos helados congelaron mi sonrisa. “Me parece que no estoy en el reparto, ¿verdad, bonito?” me dije.
- ¿Es usted veterinaria?
- No, yo soy periodista.
- Su ex jefe es un pico de oro.
- Sí, se explica bien, es profesor universitario. Con cuatro datos técnicos y un final tranquilizador se mete a la audiencia en el bolsillo. Otra cosa es informar y contar todo lo que sabe.
Según mi hermana la culpa de lo que me está pasando es de Cara Guapa, la historia de un toro bravo de lidia que escribí hace unos años.”Cómo se te ocurre escribir sobre las corridas de toros y, además, lo traduces al inglés. Te has metido en un mundo muy machista y muy oscuro. Te lo están haciendo pagar, esa gente te quiere fuera del periodismo”, me dijo. Quizás tuviera razón, pero yo no lo creo. La explicación de mis desventuras es mucho más sencilla. El profesor Badiola nunca jamás se sentó conmigo en la mesa de su despacho a darme instrucciones sobre su proyecto de comunicación y de relación con los medios; quería deshacerse de mí y ha hecho todo lo posible para conseguirlo. En el primer año de mandato, muy hábilmente, con aquel concurso-fantasma que no engañó a nadie, me desplazó de la revista y en mi puesto metió a una veterinaria. De esa forma me quito más de la mitad del sueldo. Después siguieron cuatro años de humillaciones, vejaciones y sufrimientos como responsable del Gabinete de Prensa. Recuerdo cuando ordenó a su secretaria personal que me suplantara y atendiera a los periodistas que llamaban por teléfono; fue muy duro. Entró en el Consejo General a saco, aquello fue un asalto político en toda regla y yo resultaba un testigo incómodo; aparte de que mi puesto de trabajo era, desde hacía tiempo, objeto de deseo de su más fiel colaborador, el presidente del Colegio de Veterinarios de Soria, a quien conocí hace muchos años cuando comenzó como veterinario interino y venía a Madrid por motivos sindicales, recuerdo que siempre quería ir a los ambientes de la Movida madrileña.
- El profesor Badiola ha hecho una gran labor de divulgación científica, por él sabemos lo que es un prión, y lo que les sucede a las vacas locas con la EEB. Yo le conozco personalmente, viaja mucho en tren, dijo aquel señor.
¡Había tropezado con un admirador de mi verdugo! Tal certeza me soltó la lengua.
- Es verdad, les ha hecho un magnífico trabajo.
- ¿A quién?
- Al Gobierno, por supuesto.
- Y ahora me dirá que se ha montado una conspiración para esconder la verdad sobre lo sucedido con las vacas locas.
-No hizo falta. Él aprovechó la oportunidad y se asignó el papel de protagonista que no quería nadie.
Mi compañero de viaje cambió su actitud hacia mí en cuanto comencé a llevarle la contraria. Era evidente que se encontraba más cómodo haciendo de caballero protector que de igual a igual en una controversia dialéctica.
-Al menos nos mantuvo informados, dijo.
-Desinformados, diría yo. Cuando la atención hacia su persona decaía recurría al recurso más vil y mezquino de cuantos pueden utilizarse en la manipulación de masas: azuzaba el miedo que tenemos los seres humanos a la enfermedad y la muerte, alertaba sobre la posibilidad de que se produjeran casos humanos de encefalopatía espongiforme bovina, una enfermedad mortal tanto en humanos como en animales. Sin embargo, no contaba que los veterinarios son los responsables de la sanidad animal de España y los que tienen que impedir la expansión de las epizootías porque son los únicos que saben lo que ocurre en las explotaciones ganaderas. Aunque, por qué lo iba a decir si nadie le preguntó:, ¿cómo han permitido los veterinarios españoles que entre en nuestro país una enfermedad tan peligrosa y contra la que se lucha desde hace años en la Unión Europea?
- Está claro que le odia por lo que le ha hecho, pero era el único que hablaba para que le entendiéramos.
- Sí, pero decir, decía poco, se limitaba a dar datos estadísticos; aunque tampoco era suya la obligación de informar sobre el desarrollo de la investigación epidemiológica de la enfermedad, la investigación policial y judicial, si es que en algún momento las hubo. Quienes deben responder a los periodistas son los componentes del Gobierno y en este caso los ministros/as de Agricultura y Sanidad. Primero y principal porque son los representantes políticos los que tienen la obligación de hacerlo y, además, son los que tienen o deberían tener información completa de lo sucedido. Lo de las vacas locas es un asunto muy importante, se han sacrificado miles de cabezas de ganado (donde aparece un positivo se sacrifica a todos los bovinos de la explotación ganadera), las indemnizaciones suman millones de euros y salen de los presupuestos generales del Estado. Y al parecer todavía falta por llegar lo peor: los casos humanos. Es una pena que se haya optado por el encubrimiento, aunque todavía podría realizarse una profunda investigación para saber por qué, cómo y quién o quiénes son los responsables de que la EEB haya infectado a buena parte de la cabaña de bovino de carne y leche de nuestro país.
-¿Por qué sabe usted tanto sobre las vacas locas?
- Porque he trabajado para los veterinarios españoles durante más de veinticinco años y ellos conocen perfectamente la situación sanitaria de la cabaña ganadera española. Los veterinarios además de ser los médicos de los animales, realizan las campañas oficiales de sanidad animal, trabajan en las empresas productoras de piensos, en las agrupaciones ganaderas de defensa sanitaria, en la industria químico-farmacéutica, en la industria agroalimentaria, en los mataderos, en la inspección higiénico sanitaria y de consumo de las administraciones públicas, tanto central como autonómica o local. Por otra parte, durante los años que trabajé como jefa del Gabinete de Prensa del Consejo General de Colegios Veterinarios de España tuve la oportunidad de tratar con la elite de la Veterinaria Española. Cuando la prensa comenzó a sospechar y a preguntar sobre la posibilidad de la presencia de la EEB en España desde el Consejo General del Colegios Veterinarios se negó reiteradamente tal posibilidad, porque según ellos en España los piensos de las vacas se preparaban con cereales y habas de soja. Más tarde, cuando los casos positivos aparecieron por todas partes, un experto como Paulino García Díez, presidente del Colegio de Veterinarios de Valladolid, siguió insistiendo en que las harinas de carne contaminadas no eran la causa de la encefalopatía espongiforme bovina. A lo mejor todavía lo niega. En aquellos momentos sufrí un gran desconcierto interior y una tremenda decepción, ya que o estaban mintiendo como bellacos o eran unos perfectos incompetentes; obviamente ellos sabían lo que yo sabía.
Aquel señor me dejó hablar y hablar, hasta que su atento silencio me hizo comprender que estaba hablando demasiado. Por otra parte, era cierto que hablar me hacía mucho bien. Observé el paisaje con detenimiento y descubrí hacia donde nos dirigíamos. En cuanto lleguemos a la estación iré a comer un bocadillo de calamares a Los Toneles como hacíamos con papá y mamá, después cogeré el primer tren de vuelta.
- Siga hablando. A usted le hace bien y a mí me interesa lo que dice.
- Pues debe ser usted él único porque he ofrecido a los medios de comunicación realizar una serie de reportajes en profundidad sobre las consecuencias sanitarias y económicas de la EEB en nuestro país y ni se han dignado responder.
- A mí sí me interesa. ¿Ha pensado en escribir un libro?
- ¿Para qué?
- Para qué va a ser, para publicarlo.
- No sé, prefiero encontrar trabajo como periodista y dejarme de líos.
Eso le dije. Qué ironía: “para dejarme de líos”. |